lunes, 19 de marzo de 2012

La Libertad de Expresión en nuestro Mundo Globalizado

Si éste no fuese un tema polémico, no habría tanta violación a la libertad de expresión desde que el mundo es mundo y tanta lucha porque se la respete como derecho humano. Así como no se puede vivir sin creer en algo, no se puede crecer sin libertad para informarse y para expresarse. En la aldea global que compartimos, ello sólo es posible con medios de comunicación libres y disponibles. Y como la comunicación es un proceso que se da entre dos partes, el emisor y el receptor de la información, ambas partes han de gozar de libertad para que la información sea transmitida completa y objetiva, y no de manera parcial o incluso falsa, como sucede cuando la verdad pasa por el filtro del miedo. La libertad de expresión ocupa el Nro. 19 en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, sin ella, es casi imposible defender los restantes derechos humanos, sean el derecho a la educación, a la privacidad, a una mejor calidad de vida o a pensar con autonomía. Para muchos el conocimiento de la verdad depende de tener libertad para expresarla, y defienden este principio a toda costa, aunque no siempre tomando en cuenta que una idea con mayor poder de difusión, o tergiversada a favor de intereses poderosos ocultos al público, puede imponerse sobre otras al margen de la verdad. En todo caso, resulta obvio que posiciones diferentes, dentro del marco de la libre expresión, dan posibilidad de opinión a cada quien y además permiten probar cada tanto la validez de la opinión verdadera, para que ésta no termine convertida en dogma, prejuicio aceptado o mandato social. La tradición hace que muchas leyes y normas, convenientes cuando se adoptaron, luego dejen de ser necesarias pero que continúen rigiendo los comportamientos hasta ser un verdadero lastre para la sociedad y base autorizada para muchas injusticias contra individuos o contra minorías.

La existencia de opiniones diferentes es la base de la democracia. Si no hubiese disenso, no necesitaríamos de la democracia para ponernos de acuerdo. El mandatario que quita libertad de opinión a su opositor o enardece a las masas con discursos violentos contra éste, se descalifica a sí mismo como demócrata, se deslegitima como servidor público, se revela como un adicto al poder con miedo a perderlo, se muestra como fiel representante de la tiranía de las masas y de los intereses egoístas que lo apoyan, se convierte en responsable del aumento de la violencia y la delincuencia entre sus gobernados. Sin excepción tal gobernante, tú, yo o quien sea, siempre somos responsables de lo que decimos y de lo que nace de nuestro discurso. Y lo que decimos vale por su contenido y por su intención, no por quien lo dice. El individuo que no comprende esto, no está capacitado aún para disfrutar de la libre expresión, porque ignora que su libertad termina donde comienza la de los demás, y que imponer por la fuerza la propia ideología o enfrentar a unos contra otros es un crimen capital contra la humanidad. Un crimen que a lo largo de la historia ha costado ríos de sangre a causa del abuso de poder por parte de unos pocos y al miedo que esos pocos alimentan en la mayoría. Las dictaduras encabezadas por un político demagogo o los discursos nacidos del fanatismo ideológico o religioso siguen siendo triste ejemplo de ello, aún en pleno siglo XXI.

Ya que no es el amor incondicional sino el egocentrismo el motor que impulsa la mayor parte de nuestras ideas, palabras y acciones a lo largo de cada vida y época, la libertad de expresión debe estar sujeta a revisión objetiva y continua en todos sus canales de transmisión. Eso fundamenta la necesidad de censura en ciertos casos, aunque muchas veces dicha censura crea más problemas que los que evita.
La tragedia de nuestra especie parte del hecho de no ser omnisciente, de no poder conocer la totalidad de la información respecto a cualquier asunto, de ahí la intolerancia, la incomprensión, los juicios de valor, los ataques y el miedo a lo diferente. Por otro lado, el egoísmo del ser humano generalmente le impide usar la información que sí conoce en pro del bien común. Paradójicamente, en ciertos casos este bien común puede salir de una restricción puntual o temporal de la libertad de expresión: recientemente la plataforma de blogs TUMBLR anunció que no seguirá apoyando contenidos que transmitan información o consejos sobre suicidio, autolesiones o trastornos alimenticios como la anorexia y la bulimia. Pero también está la situación de que muchos países limitan el derecho de su población a expresarse o a estar informada, por motivos religiosos, políticos, históricos o económicos. Actualmente China es uno de los países donde más peligra el derecho a la libertad de expresión y de información, seguido de otras naciones sujetas a regímenes dictatoriales en Africa del Norte, Oriente Próximo y Latinoamérica. En el resto del mundo, si bien menos afectado en este sentido, algunos consideran los derechos de autor como una medida contraria a la instrucción pública. Internet, nacida como la autopista gratuita de comunicación para todos, actualmente equilibra la libertad de acceso a la información con la conveniencia de los negociantes que la surten y dirigen. Twitter adecúa su censura a cada país y otros sitios de la red vetan contenidos concretos por considerarlos peligrosos o molestos. Por todo esto puede verse que la censura, vista como represión de la libertad para expresarse o para estar informado, es un tema muy complejo, sujeto a los intereses en juego y a la mentalidad de cada época. Por ello la población mundial tardó tanto en conocer que la tierra es redonda y que no es el centro del universo, entre otros hechos que hoy día son parte de la cultura básica. 

Por definición, la libertad de información consiste en difundir un hecho conocido y seguro, de manera objetiva y completa. En cambio, la libertad de expresión se basa en transmitir públicamente una visión personal y, por tanto, subjetiva. Según Rafael Meyssan, “la crítica subjetiva es conveniente siempre que aclare desde donde se hace, porque todo depende del punto de vista utilizado y de los fines que se persiguen. Para acercarnos a la verdad objetiva, hay que entrecruzar puntos de vista diferentes”. Ninguna comunicación es totalmente objetiva, a menos que se limite a transmitir datos comprobados. Por ende, nuestra interacción con los demás está llena de contenidos subjetivos y es esa necesidad personal de comunicarlos la parte en nosotros que defiende la libre expresión. Pero dado que cada quien actúa desde sus necesidades y que compartimos un mismo entorno, éste necesita de un conjunto de normas que regulen los contenidos de nuestras interacciones. Si mi necesidad exige que me exprese de una forma que daña a otros, debo encontrar otra manera más ética, adecuada y responsable de comunicarme. Si mi libre expresión está acorde con el bien común, pero alguien se siente amenazado por ella, ese alguien debe revisarse antes de atacarme desde su miedo. A medida que crecemos como individuos sociales, vamos perfeccionando un código de lenguaje más adecuado para el desarrollo de nuestra mejor identidad, y creando espacios donde podemos entendernos, aceptarnos, respetarnos y sumar aportes desde nuestras diferencias. Al menos esto es lo deseable en el avance personal.

Mi credo personal al respecto es el siguiente: Comparto la idea de restringir la libertad de expresión o acción de alguien, cuando atenta contra cualquier derecho humano propio o de otra persona, o cuando perjudica al ambiente. En ningún caso apruebo regímenes dictatoriales ni acciones legales o no legales que cercenen la libertad de expresión y de información, buscando proteger su cuota de poder, y por eso no apoyo el discurso del odio, del delito, de la manipulación o del daño, ni en mi país ni en ningún otro. Creo que las diferencias genéticas y de aprendizaje suponen otros tantos filtros que definen el comportamiento personal, así como las metas, juicios, intereses, ideales, creencias, logros, puntos de vista y preferencias. Creo que en esas diferencias individuales radica el valor insustituible que tiene cada vida humana dentro de la historia, y que su nivel evolutivo se mide por la calidad de su interacción con el contexto, según la época que le tocó vivir. Creo que cada quien actúa lo mejor que sabe y puede, hasta el peor delincuente, porque su historia influye en sus decisiones, pero que eso sólo explica y no excusa la delincuencia. Creo asimismo que una conciencia despierta y una firme voluntad pueden superar el condicionamiento de la historia personal. Creo que hay personas que nacen con limitaciones que jamás podrán superar, y que por ello están exentas de culpa. Creo que todos coexistimos compartiendo una lucha interna entre la luz de la conciencia y la oscuridad de la inconsciencia, y que el resultado individual de esa lucha define el progreso real de nuestra especie. Creo que la base de una vida nutritiva es la interacción con el otro a través de la aceptación, el respeto, la comprensión, la humildad, la compasión, la indefensión, la búsqueda del bien común y el amor. Creo que el miedo es la causa del mal, y su opuesto, el amor, es la causa del bien. Creo que todos mis errores se han debido a mi miedo o a mi ignorancia, no importa la situación. Creo que el amor es la única fuerza que dinamiza una existencia digna de ser vivida. Y acepto que otros opinen diferente a mí, sobre este tema y cualquier otro, por respeto a sus propios filtros y creencias y a su búsqueda personal del sentido de la vida.

Escrito por: Gustavo Löbig

domingo, 4 de marzo de 2012

Guerra y Militarismo: Dos grandes males de la Humanidad

A lo largo de la historia de la humanidad han existido infinidad de manifestaciones de enfrentamiento entre los hombres. Dentro de las razones más comunes que han originado tales eventos se encuentran: conquistar nuevos territorios, imponer ideologías, desacuerdos culturales y religiosos, segregación racial, etc. Estos lamentables sucesos representados por guerras, cruzadas y batallas han ocasionado millones de muertes de personas, algunas cayeron orgullosamente en el mismo frente de combate defendiendo sus ideales, así como otra gran parte que fueron víctimas de la inclemencia de otros. Hoy en día, se siguen viendo estas demostraciones de intolerancia pero con un nivel de perfeccionamiento aún mayor, evidenciado por el equipamiento bélico de alta tecnología en los ejércitos de muchos países, lo cual ha hecho de la industria militar un negocio de proporciones inimaginables. De hecho, en la actualidad los países se miden por su grado de poderío militar, donde destacan las grandes potencias del mundo, pero, si las armas fueron creadas para destruir y hacer daño, ¿Cómo puede entonces catalogarse como “potencia” a una nación por su capacidad de destrucción? ¿Qué orgullo maquiavélico subyace en la mente de algunas personas en demostrar su capacidad de tener más poder? ¿Es que no se puede ver la hipocresía en el doble discurso de los líderes del mundo que se jactan de promover la paz mientras gastan millones dólares en equipamiento militar? Todas estas incoherencias han sembrado en mí una aversión ante el militarismo y todo lo que ello representa.

Debo ser sincero; desde mi adolescencia sentí repulsión por el mundo militar pero no entendía el porqué. Recuerdo claramente todas las peripecias por las que muchos tuvimos que pasar para no ser capturados por la temida “recluta”, que es como se le conoce al alistamiento militar en Venezuela. En la década de los 80 era obligatorio hacer el servicio militar, y para los jóvenes de ese entonces fue una época de verdadero terror. Obviamente, es inútil tratar de inculcar una disciplina castrense a una persona sin ‘vocación’ para este tipo de actividades, así como tampoco se le puede obligar a ningún ser humano a que aprenda a usar armas, así sea para autodefensa. Por otra parte, la corrupción que existe dentro de la institución militar ha sido puesta en evidencia en más de una oportunidad: sobornos, cobro de comisiones, tráfico de armas, etc.; y más lamentable aún es la corrupción entre los mismos militares cuando se irrespeta el mérito en el nombramiento de los altos cargos y mandos, ya sea por temas políticos, conflictos internos o por simple discriminación entre ellos. Particularmente nunca le encontré sentido a aquello de “entrenarse para matar” con el fin de “defender la patria”, pero ¿Defenderla de que? ¿De quien? Todavía lo sigo esperando, aunque tengo consciente que mi vivencia personal no es la misma a la de miles de personas en naciones con historia bélica o que han vivido azotadas por otras formas distorsionadas de militarismo como el terrorismo o la guerrilla.

Más allá de encontrarle una explicación al origen de las guerras se encuentra el afán del hombre por demostrar su poderío a través de las armas, lo cual a mi juicio no es más que el opaco reflejo del lado más oscuro del ser humano. Desconozco lo que se debe sentir al tener un fusil en mano, pero definitivamente debe despertar algún tipo de sensación de poder sobre el otro, y cuando a éste se le unen más personas, bajo el mando de un líder, portando armas sofisticadas, con un ideal común y con entrenamiento para matar, se transforma en toda una maquinaria de destrucción capaz de cometer los actos más atroces. Más peligroso aún es cuando un militar llega a convertirse en el Presidente de un país, ya sea por voto popular o a través de un golpe de estado ¿Cómo puede un hombre con mentalidad militarista presidir una nación sin ver a su gente como peones o parte de su batallón? ¿Es que acaso la disciplina militar se le puede imponer a todo un país? Más triste aún es ver como hay personas en esos países con mandatarios militares que se dirigen a su presidente con la expresión “mi comandante”, lo cual a mi juicio es un acto de total subordinación y sumisión. Algunos ejemplos de esta peligrosa combinación (presidente/militar) se encuentran en la figura de Adolf Hitler (Alemania), quien logró de manera muy hábil manipular las mentes de millones de personas y provocar uno de los mayores exterminios humanos del cual se tenga conocimiento en la historia mundial; Josef Stalin (Rusia) a quien se le atribuyen entre 20 y 30 millones de víctimas bajo su régimen (aunque se estima un número superior); también es importante nombrar a criminales que se apoyaron en el ejército para diezmar a sus contemporáneos, cegados por su aberrada ansia de poder, como es el caso de Gengis Khan (Mongolia), Napoleón Bonaparte (Francia), Idi Amin (Uganda), Pol Pot (Camboya), Mao ZeDong (China).

Es indudable que la industria del armamento militar incide en la economía mundial. Sería interesante ver el grado de desarrollo que tendría la humanidad si en vez de asignar recursos para la compra de equipamiento bélico se hubiesen destinado esos fondos a la investigación para la cura de tantas enfermedades que siguen causando estragos en la población mundial, o desarrollar tecnologías para mejorar la calidad de vida de las personas, o para acabar con la pobreza y la hambruna de los países subdesarrollados. Al contrario, existen organismos financiados por las grandes potencias dedicadas al desarrollo de armas de destrucción masiva en forma de sofisticados aviones equipados con misiles autodirigidos, buques de guerra con cañones de largo alcance, submarinos con sistemas anti-detección de radares, tanques blindados con material anti-impacto; hasta llegar a las temibles bombas nucleares y armas bacteriológicas. Pareciera que con estos hechos la humanidad, lejos de evolucionar, estaría en un proceso de involución ¿Hasta donde llegará el afán de poder del hombre? ¿Cómo se puede promover la paz en el mundo si estas industrias siguen desarrollando formas más perfeccionadas de aniquilación?.

Más de una vez me he preguntado si esta posición antimilitar tenga que ver con falta de patriotismo, pero considero que ese término no puede medirse por el nivel de agrado que tenga por la milicia de mi país, ya que ser patriota no es necesariamente ser pro-bélico. Quizá aparezca por ahí alguien tratando de justificar los hechos históricos de las batallas por la independencia de Venezuela, lo cual pudiese tener algún sentido si se observa bajo la perspectiva de la “libertad del yugo español”, pero es que en primera instancia, si hubo una guerra para lograr la independencia fue porque antes hubo una invasión armada de otro país, y así una secuencia de eventos del pasado con el mismo denominador común: el afán de poder del hombre para dominar, imponer o tomar a la fuerza territorios acabando con vidas humanas, y poniendo fin a la cultura y tradiciones de los pueblos conquistados. Y es que no se puede hablar de guerra sin asociarla con miedo, muerte, destrucción, desolación y miseria.

Es entendible, más no justificable, que existan todavía fuerzas armadas en muchos países del mundo ya que parte de la distribución geopolítica actual es consecuencia de guerras pasadas. Pero ya es tiempo de ver ese poderío militar transformado en una única fuerza humanitaria que vele por la igualdad y la paz, que haga respetar las diferencias culturales de las naciones y que promueva la hermandad entre los hombres. Es el momento de que reconozcamos a las naciones por la calidad de su gente y no por su grado de poderío militar. Si tan sólo viéramos que el mundo sería mejor si no existieran armamentos que pongan en peligro la vida en el planeta. Es hora de que todos los seres humanos vivamos en armonía y dejemos a un lado nuestro afán de poder. Quizá todos estos pensamientos sean demasiado idealistas producto de un mundo utópico, pero no imposible, ya que la codicia y la avaricia no son precisamente atributos que resalten en el ser humano. Estoy seguro que no soy el único con esta forma de pensar, y sólo espero tener la dicha de ver a una humanidad donde las fronteras que separan los países no sean el límite de la convivencia entre los pueblos, sin armas, sin guerras; y que la Patria sea la tierra que pise, puesto que no sólo somos hijos del país que nos vio nacer, sino que además formamos parte del planeta y por ende ciudadanos del mundo.

Escrito por: Rafael Baralt